Hay una frase que usé hace algunos días en este mismo medio para describir a Geordie Greep —“imaginación sin brújula”— y anoche en Teatro La Cúpula quedó claro que no era una metáfora, sino una advertencia: entrar a su concierto es someterse a un mundo donde las reglas se mueven, se estiran, se burlan de sí mismas. Donde la lógica aparece un segundo, parpadea, y ya cambió de forma.
El recital funcionó como una especie de sátira en movimiento, una experiencia cercana al espíritu de imaginarios como el de Mad Magazine —revista mensual humorística estadounidense con gran despliegue estético basada en una sátira de la cultura pop estadounidense (algo parecido a los brainrots pero con un poco más de cabeza). No porque el show imitara estéticamente sus viñetas, sino porque compartía su impulso fundamental: tomar los códigos establecidos, torcerlos hasta el absurdo y convertirlos en un espejo deformado que, por raro que parezca, dice más verdad que la realidad misma. En ese sentido, lo que hizo Greep fue un “número” tras otro: no números musicales, sino gags, escenas, quiebres de tono, teatralidad llevada al límite.
Pero decir humor sería simplificar. Lo que ocurrió en La Cúpula fue, sobre todo, una inmersión en su universo creativo, ese espacio donde conviven samba, swing, tango, jazz retorcido y baladas criminales que parecen escritas por alguien que leyó demasiadas novelas policiales de segunda mano. Si en The New Sound ya se advertía esta mezcla de géneros como un carnaval melancólico, en vivo esa mezcla se vuelve cuerpo.
La gracia de Greep es que no interpreta canciones: interpreta personajes. Cada tema es un pequeño relato moral en ruinas, un tipo derrotado, un narcisista patético, un perdedor encantador que vuelve para otro round, como si todos fueran actores invitados en un cabaret de almas quebradas. Y él —crooner improbable, narrador poco fiable, bufón trágico— los encarna uno a uno.
Anoche, esa teatralidad fue más explícita que nunca: los gestos mínimos, la voz que cambia de textura como si pasara de un micrófono radial de los años 40 a un altavoz en mal estado, el fraseo que imita la cadencia de un boxeador que narra su propia derrota. Todo eso convierte el concierto en una experiencia narrativa, no solo musical. Es algo que se aprecia en los detalles motrices que, aunque genuinos, parecen fríamente calculados: el caminar acompasa lo que expresa en Walk Up: “camina al fracaso, camina al arrepentimiento”; mientras que la actitud fatídica de piezas como Terra marca la pauta de un recorrido sinuoso entre el caos, la grandilocuencia y la obsesión.
Lo interesante es que, aunque la propuesta es completamente distinta a Black Midi, sus fantasmas siguen allí. No en la velocidad ni en el caos, sino en esa urgencia de no quedarse quieto, de interrumpir lo que parece estable, de montar una escena para luego desmontarlo en dos segundos. Hay momentos donde el virtuosismo amenaza con aparecer, pero Greep lo corta justo a tiempo, como si recordara su propio decreto solista: “una idea por canción”. Algo que la sintonía con el círculo de músicos que lo acompañan entiende a la perfección en el jam que excede los puntos de corte en cada tema.
Esa contención, lejos de limitarlo, amplifica el impacto. Cada quiebre, cada arritmia, cada exageración adquiere una precisión quirúrgica. El absurdo está administrado con la disciplina de un pugil que estudia el timing del golpe perfecto; algo que el público no solo admira, sino que sigue a la perfección bajo la coherción del imaginario de Greep. Desde el pogo en los momentos más inesperados, hasta incluso un ciclo de crowdsurf al son de Bongo Season.
El concierto de Greep se movió con esa misma libertad: gags musicales, giros inesperados, un sentimentalismo tan exagerado que se volvía autoparodia, pero que aun así emocionaba.
Era como estar dentro de una historieta donde las viñetas cambian de estilo cada página: una canción que empieza como bossa nova pero termina oscura y torcida; otra que arranca como tango decadente y termina siendo swing demencial; otra donde su falsete parece salido de un musical que nunca existió.
El show de Geordie Greep en definitiva es un pase de acceso a su patio de juegos creativo. Porque anoche lo que se ofreció fue la sensación de estar dentro de su mente, un espacio donde el fracaso funciona como método creativo, la ironía opera como una forma extraña de ternura, la masculinidad rota se despliega simultáneamente como tragedia y comedia, la tradición musical se vuelve un juguete que manipula a voluntad y la teatralidad aparece como la vía más directa hacia una verdad emocional. Ese acceso sin filtro es lo que vuelve su show tan desconcertante: no porque sea caótico, sino porque te obliga a cambiar de código cada dos minutos, a permanecer atento, dispuesto a entrar en la broma y también en la herida.
El paso de Geordie Greep por La Cúpula fue más que un debut solista: fue la confirmación de que su arte solo tiene sentido cuando se pone en riesgo. Si The New Sound era una declaración estética, su presentación en vivo fue la demostración de que ese nuevo sonido no es un género, sino un gesto. Nuevamente: la libertad de imaginar sin brújula.
Y, como en las mejores comedias, uno sale entre la risa y el desconcierto, con la sospecha de que detrás del absurdo había algo profundamente serio.
Setlist
Walk Up
Terra
The New Sound
Through a War
Blues
Holy, Holy
Bongo Season
As If Waltz
The Magician
Reseña por René Canales
Fotos por Mario Miranda
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