BORIS: Crónica de un ruido que respira


A veces, para entender por qué una banda se convierte en mito, basta con asistir a uno de sus conciertos. Antes de que BORIS aparezca sobre el escenario, el aire ya tiembla. Es un silencio que pulsa, un intervalo que anticipa algo denso e inminente, como si los amplificadores respiraran por su cuenta. Cuando Atsuo, Wata y Takeshi finalmente toman posición, no lo hacen como un trío de rock: entran como si fueran custodios de un templo. Y en cierta forma lo son. Su templo es el sonido.

BORIS nació en Tokio en 1992, en un país donde el ruido siempre ha tenido un sentido ritual. Si el rock japonés fue moldeado por la energía anárquica de Les Rallizes Dénudés o el caos psicodélico de los primeros Flower Travellin’ Band, BORIS aparecieron como un punto de inflexión: más disciplinados, más minimalistas, más obsesionados con la textura del volumen que con la melodía. Desde sus primeros días, cuando todavía eran un cuarteto y tomaron su nombre de un tema de los Melvins, dejaron claro que lo suyo no era solo música: era un proceso de excavación, una búsqueda casi espiritual dentro del sonido.

Su primer gesto de radicalidad fue Absolutego (1996), un único track de más de una hora que parece avanzarle al oyente la misma advertencia que figura en el disco: “play at maximum volume”. Allí ya estaba su método: repetir, distorsionar, ralentizar. Crear una masa sonora que parece moverse con vida propia, como si el ruido fuera una criatura en proceso de expansión. Es una de las imágenes más precisas para describir lo que BORIS hace: esculpen con ondas.

Desde entonces, la banda ha sido una fuerza nómada. Han pasado del doom al drone, del sludge al shoegaze, del industrial al dream pop, del ambient a un rock casi ceremonial. Han publicado más de veinte discos, además de colaboraciones con Merzbow, Keiji Haino y los mismos Sunn O))) —hijos espirituales y a la vez pares en la geografía del sonido extremo—, pero ninguno los define por completo. Tal como la ciudad que los vio nacer, BORIS es un organismo en constante mutación, una corriente eléctrica que nunca fluye igual.

Parte de su mito se forjó fuera de Japón. A principios de los 2000, los discos de BORIS viajaban por soulseek, blogs de música experimental y foros dedicados a rarezas sonoras. Pink (2005) fue la grieta por la que el mundo entero pudo asomarse: rock abrasivo, melodías fantasmales y una sensación de velocidad contenida que fascinó tanto a la crítica como a quienes buscaban un sonido capaz de traspasar fronteras. Lo reeditó Southern Lord y, desde ahí, comenzó una nueva etapa: giras interminables, apariciones en soundtracks, y una devoción de culto en Estados Unidos y Europa.

Pero BORIS nunca se entendió a sí mismo desde el éxito, sino desde el ritual. Para Atsuo, la importancia de tocar en vivo no pasa por la promoción, sino por la necesidad de establecer una “comunicación directa”, casi física, con el público. En tiempos donde la música se consume a distancia, BORIS insiste en el cuerpo: en cómo vibra un bajo afinado en A#, en cómo se curva el aire cuando Wata usa el E-bow sobre una nota sostenida, en cómo Takeshi cambia de registro sin cambiar de instrumento gracias a su guitarra-bajo de doble mástil. El escenario es su laboratorio, y cada concierto es irrepetible porque el sonido depende del espacio, de la temperatura, del murmullo previo de la sala.

Eso explica, en parte, por qué BORIS es tan difícil de encasillar. No se mueven hacia un género: se mueven hacia una sensación. Un disco como Flood es casi litúrgico, hecho de capas que parecen hincharse con el tiempo; Akuma no Uta es una oda al riff como fuerza gravitatoria; Noise convierte la distorsión en una especie de melodía áspera; W se sumerge en un ambient espectral; Heavy Rocks es una relectura delirante del hard rock de los setenta; Fade vuelve a hundirse en un drone que no tiene principio ni final, como si la banda estuviera tocando dentro de un agujero negro.

Detrás de todos esos desvíos permanece un hilo conductor: BORIS concibe el rock como un espacio poroso, alterable, expandible. No es casual que figuras como Jim Jarmusch hayan visto en ellos una forma distinta de improvisación, más cercana al jazz que al metal. Y tampoco es casual que su sonido haya resonado con sellos como Third Man Records: para Jack White, BORIS es una encarnación contemporánea —radical, impredecible, feroz— del amor por la guitarra.

Quizás por eso, cada vez que BORIS aterriza en Occidente, lo hace como una especie de aparición. Parecen venir de otro tiempo, de otra escuela, de otro modo de pensar el ruido. Sobre el escenario, su volumen no intimida: abraza. Y en esa marea de distorsión, uno entiende que BORIS no busca conquistar al público. Busca arrastrarlo. Sumergirlo. Transformarlo.

Porque escuchar a BORIS es entrar a un túnel donde el rock deja de ser música para convertirse en un fenómeno físico. Una vibración que atraviesa el pecho, un mantra eléctrico que insiste hasta que algo dentro del oyente cede. Y es allí, en ese punto exacto, donde la banda adquiere su verdadera forma: no como trío japonés, no como ícono del drone o del sludge, sino como una fuerza que expande lo que el sonido puede hacer.

BORIS lleva más de treinta años afinando esa alquimia. Nunca han repetido un disco, nunca han tocado igual, nunca han dejado de girar. Tal vez por eso su mito crece: porque mientras otros buscan definirse, ellos siguen moviéndose. Como el ruido que respira antes de que empiece un concierto, BORIS avanza siempre hacia adelante, hacia territorios donde la distorsión no es caos, sino lenguaje.

Y en ese viaje infinito, quienes los escuchan no solo acompañan: también se transforman.

BORIS aterriza con su máquina del ruido el próximo 27 de noviembre por primera vez en Chile, con un show único en Club Chocolate. Entradas disponibles a través de sistema Ticketmaster, corre por la tuya y no te pierdas esta comunión sonora.



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