Boris: La aplanadora rosa

 

Hay conciertos que llegan tarde, demasiado tarde, casi como si las fuerzas del underground conspiraran para mantenerlos en una especie de limbo mítico. El debut de Boris en Chile pertenecía a esa categoría: un deseo acumulado durante años, alimentado por discos imposibles, colaboraciones delirantes y un aura de culto que parecía incompatible con la oferta habitual de la cartelera local. Por eso, cuando el trío japonés finalmente aterrizó en Santiago el pasado 27 de noviembre en el marco de la gira del vigésimo aniversario de Pink, la atmósfera en el Club Chocolate era más que expectación: era ansiedad pura, casi eléctrica, como si todo el lugar contuviera la respiración antes de un cataclismo anunciado.

El recinto estaba a tope, y lo más llamativo no era la cantidad de personas, sino su diversidad. Conviven adolescentes que probablemente llegaron a Boris por la deriva algorítmica de YouTube, Reddit o Rate Your Music; metaleros de vieja escuela con cientos de batallas encima, fanáticos del noise y del drone, seguidores de la cultura nipona, y un puñado de músicos locales que parecían estudiar atentamente lo que iba a ocurrir. Esta heterogeneidad anticipaba algo importante: Boris es una banda que trasciende nichos. No pertenecen al sludge, ni al doom, ni al punk, ni al ambient. Son una anomalía dentro de cada uno de esos mundos, un punto de fuga donde confluyen diversas escenas sin que ninguna pueda reclamar propiedad sobre ellos.

 Sin banda telonera que amortiguara la espera, la presentación comenzó abruptamente, casi de manera violenta. El primer ataque de ruido salió de una fila de amplificadores Orange que parecía más un monumento que un backline. Esa muralla de sonido —grave, difusa, vibrante, casi corpórea— actuó como una especie de rito de purificación: los asistentes no tuvieron más remedio que rendirse. Lo que podría haber sido un mero ejercicio de volumen se transformó en una inmersión sensorial: el aire vibraba, el pecho resonaba, las luces temblaban. Era, literalmente, un terremoto sonoro.

El inicio marcó un punto claro: Boris no iba a adaptarse al espacio, no iba a negociar con la acústica, no iba a suavizar su presentación para un público ansioso. Iban a imponer su lenguaje, que es ante todo físico y emocional antes que musical en el sentido convencional.

La selección de temas, centrada en el repertorio de Pink, hizo oscilar constantemente al público entre lo frenético y lo contemplativo. “Pink” y “Woman on the Screen” generaron un movimiento colectivo casi ritual, un vaivén que transformó al público en una marea compacta, rosada y sudorosa. El pogo no era violento: era catártico, guiado por un pulso punk acelerado al extremo, pero siempre contenido por la densidad del sonido.


 

En el extremo opuesto, piezas como “Blackout” de entrada y el tríptico de “Flood” al cierre llevaron la energía a un estado de trance. Aquí Boris demostró la otra cara de su propuesta: la capacidad de convertir la distorsión en un paisaje, una topografía sonora donde cada nota se expande, muta y vuelve sobre sí misma. Estos momentos, más que canciones, son experiencias meditativas: pausas prolongadas que obligan a escuchar con el cuerpo, no con la mente. El carisma de Boris en vivo es extraño porque no responde a los clichés de la performance metalera ni del punk más físico. Es un magnetismo silencioso, casi teatral.

Wata, celebrando su cumpleaños, fue un imán visual. Su quietud, su precisión minimalista y su concentración absoluta contrastaban con la violencia del sonido. La imagen de ella recibiendo cantos de cumpleaños del público primero, y luego de toda la banda, rompió por un instante la coraza impenetrable que suele proyectar: por unos minutos, la arpía del noise se volvió humana, cercana, incluso tímida.

Takeshi, con su doble mástil y postura firme, actuó como el eje que sostiene la masa sonora. Su ejecución —quirúrgica, seca, exacta— sostuvo los cimientos del show sin alardes ni excesos. Es la raíz desde la cual brota el caos.

Atsuo, en cambio, fue pura presencia ritual. Su compostura samurái detrás de las baquetas, su rostro impasible mientras las baquetas caen como mandobles afilados, y su rol direccional —casi coreográfico— marcaron el tempo emocional del concierto. Es difícil imaginar a alguien golpeando con más elegancia, serenidad y devastación al mismo tiempo. Si hubiese que elegir un eje escénico, sería él.

 


Aquí entra la parte crítica: el sonido fue extraordinario en intención, pero imperfecto en ejecución. La apuesta por la saturación total es parte esencial de la estética de Boris, pero el Club Chocolate, con su acústica irregular, se vio superado en ciertos pasajes. En varias secciones densas, algunas capas se perdieron en un mar de reverberación poco controlada. No es que esto arruinara la experiencia, de hecho hasta diría que todo lo contrario, pero sí evidenció que la banda opera mejor en espacios preparados para soportar esa magnitud de frecuencias bajas. 

Aun así, incluso en sus excesos, el sonido resultó coherente con la propuesta estética: avasallador, abrasivo, casi insoportable: todo lo que uno esperaría de una experiencia así. No buscan complacer: buscan empujar al límite.

Musicalmente, el concierto fue un recordatorio de que Boris no es un grupo que simplemente “toca fuerte”. Su forma de abordar el rock experimental tiene un linaje claro —Black Sabbath, Pentagram, Melvins, Earth— pero también una voluntad de ruptura que es cultural y los hace únicos. No son una evolución lineal de esos referentes: son una mutación extrema. Tomaron la densidad, la repetición, el riff lento, el ruido saturado… y lo llevaron a un punto donde deja de ser rock pesado y se convierte en arte sonoro. Que una banda japonesa hiciera esto hace veinte años desconcertó al mundo; verlos hacerlo en Chile, por primera vez, mostró por qué siguen siendo una anomalía irreemplazable en el metal contemporáneo.

 


No hubo discursos extensos ni explicaciones conceptuales. Un puñado de agradecimientos en español —honestos, cortos, suficientes— bastó para cerrar la ceremonia. Y tal vez ahí está el encanto: Boris no necesita desmenuzar su obra. Su música habla más fuerte que cualquier comentario, y en este caso lo hizo con una potencia que dejó al público atónito y exhausto. Una experiencia sensorial radical, una prueba de resistencia, una demostración de que lo extremo y lo experimental aún pueden subvertir expectativas.

Con todo a su favor, Boris ofreció una presentación memorable, intensa y profundamente exigente. La espera de más de treinta años se justificó en cada minuto que la aplanadora rosa pasó por encima. Me atrevería a decir que se trata de una de las presentaciones más sorprentes de este año que ya se ha vuelto milagrosamente extraordinario.

 

Setlist

Blackout

Pink

Woman on the Screen

Nothing Special

Ibitsu

Electric

A Bao A Qu

The Evilone Which Sobs

Akuma no Uta

Just Abandoned Myself

Farewell

Flood (II, III, IV)

  

Reseña por René Canales 

Fotos por  

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