Es difícil recordar con claridad algo que ocurrió hace casi diez años. La memoria tiene una fragilidad de porcelana: las imágenes se desvanecen, las emociones se difuminan, y lo que antes ardía se vuelve apenas un resplandor. Esa sensación me acompañaba camino al Teatro Coliseo el pasado miércoles 15 de octubre, cuando Lagwagon regresaba a Chile tras aquella jornada mítica en el extinto Kmasu. Los íconos del punk melódico, parte esencial del imaginario de toda una generación, volvían a encontrarse con su público. Pero más allá de la expectativa, flotaba una pregunta inevitable: ¿qué sucede cuando intentamos revivir lo que el tiempo se llevó?
Hay una trampa en los conciertos de reencuentro. La nostalgia puede ser un refugio, pero también una cárcel: una mirada hacia atrás que convierte lo vivo en una pieza de museo. Con casi una década de distancia, el riesgo de que Lagwagon se quedara en el recuerdo era real. Sin embargo, lo que ocurrió en el Coliseo fue exactamente lo opuesto: una demostración de que hay vínculos que no envejecen, solo esperan el momento justo para volver.
El inicio de la noche estuvo en manos de los nacionales Germinar, quienes calentaron motores de manera concisa convocando a quienes llegaron temprano al recinto. El primer paso fuerte lo dio Cigar, con un papel mucho más fuerte que el del telonero. Su punk técnico, veloz y melódico actuó como una descarga eléctrica que sacudió al público desde el primer acorde. No era una antesala nostálgica, sino una declaración de vitalidad. Canción tras canción, el trío californiano dejó claro que el pasado no se honra repitiéndolo, sino encarnándolo con la misma energía de entonces.
Cuando finalmente sonó la fanfarria del “Bonanza Theme”, el ambiente se volvió expectante y cálido. Lagwagon tomó el escenario sin necesidad de palabras y desató el caos con “Violins”. Bastaron unos segundos para entender que no estábamos asistiendo a un ejercicio de memoria, sino a una afirmación de presencia. “Wind in Your Sail”, “Falling Apart”, “Sick”: cada tema era una ráfaga de urgencia, un recordatorio de que el tiempo no borra las cosas que fueron verdaderas.
En medio del torbellino, Joey Cape se erigía como el perfecto anti-líder. Entre canción y canción, su humor sarcástico desactivaba cualquier atisbo de solemnidad. Mientras otros intentarían fabricar épica, él la desmontaba con ironía y ternura. Al burlarse de la vejez, de sí mismo y del fervor del público, Cape lograba algo más profundo: nos devolvía a un lugar de sinceridad compartida. Nos recordaba que detrás de cada himno punk hay una historia común, la de una comunidad de inadaptados que aprendió a resistir riéndose de sus cicatrices.
El repertorio fue un viaje por tres décadas de canciones que, lejos de marchitarse, parecían más afiladas que nunca. Desde los clásicos “Know It All” y “Weak”, hasta la densidad melódica de “Surviving California”, la banda demostró que la madurez puede convivir con la velocidad. Hubo espacio para homenajes —un cover impecable de “Everything Turns Grey”, de Agent Orange— y para gestos fraternos, como la aparición de Cigar nuevamente en el escenario para tocar juntos “Bye for Now”. Pero el punto más alto fue también el más humano: cuando la banda cedió el control y el público eligió a gritos “Angry Days”. No fue solo una elección musical; fue el eco de una historia compartida, una forma de decir “seguimos aquí”.
Porque el verdadero centro del espectáculo no estaba sobre el escenario, sino en la cancha. En ese mar de cuerpos que no cantaba letras, sino que recitaba biografías. Cada verso era un fragmento de vida, una pequeña resistencia frente al paso del tiempo. En los coros se oía tanto el fervor juvenil como la melancolía adulta, una mezcla de energía y gratitud que solo puede nacer de haber crecido con esa música.
El cierre, con “Sleep”, “Razor Burn”, y el inevitable abrazo colectivo de “May 16”, fue más que una descarga de adrenalina: fue un ejercicio de memoria activa. Una manera de fijar el instante en el cuerpo, de convertirlo en algo que no se pueda borrar.
Cuando las luces se encendieron y sonó “Escape (The Piña Colada Song)”, la sonrisa era generalizada. No habíamos asistido a un acto de nostalgia, sino a una celebración del presente. Lagwagon no vino a tocar canciones viejas; vino a recordarnos que hay recuerdos que no son de porcelana, sino de roble. Y bajo esas ramas, por una noche, todos volvimos a sentirnos invencibles.
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