Imagine Dragons en Chile: una noche para convertirse en creyente

El Estadio Monumental se transformó, por una noche, en el lugar donde todos volvimos a creer. Imagine Dragons regresó a Chile con un concierto que no buscó deslumbrar por exceso, sino conectar desde lo esencial: la emoción, la vulnerabilidad, el fuego compartido entre una banda y su gente. Más que un espectáculo, fue una especie de catarsis colectiva, una de esas veladas en que la música vuelve a recordarnos por qué sigue siendo el refugio más humano que tenemos.

La apertura estuvo a cargo de los nacionales Mecánico, que prepararon el ambiente con elegancia y pulso propio. Pero la verdadera historia comenzó cuando Dan Reynolds, envuelto en una bandera chilena, apareció en escena junto a la banda mientras sonaban los primeros acordes de Fire in These Hills. Debutando en suelo nacional, la canción combinó introspección y energía contenida, encendiendo la primera chispa de una noche que prometía combustión y liberación.

A partir de ahí, Thunder y Bones desataron la euforia con esa fuerza rítmica que ya es marca registrada del grupo: percusiones amplias, coros luminosos y una sensación de unidad que flotaba sobre todo el estadio. Desde el primer minuto, Reynolds no estaba solo. Miles de voces lo acompañaban, como si cada palabra fuera un eco de una historia compartida.

El ritmo cambió con Take Me to the Beach, un momento de alegría pura en el que pelotas de playa aparecieron entre el público para completar el ambiente. Luego llegó una versión remix de Shots que transformó el estadio en una pista de baile emocional.
Whatever It Takes devolvió el pulso épico antes de que el grupo bajara las revoluciones para un set acústico más íntimo. En Next to Me y It’s Time, la energía se volvió más cálida y humana. Dan bajó del escenario para cantar entre los fans, revelando esa fragilidad que siempre ha latido detrás del brillo del espectáculo.


El cierre del primer bloque con I Bet My Life fue un desahogo honesto: una canción sobre el perdón y las segundas oportunidades, cantada con la voz quebrada de quien ha aprendido a levantarse más de una vez. En ese instante, Reynolds no parecía un frontman, sino un ser humano compartiendo su redención frente a miles de personas.

El segundo acto trajo una energía distinta, más introspectiva. Bad Liar abrió con una delicadeza desarmante, mientras On Top of the World devolvía el baile y las sonrisas. Pero fue con Wake Up cuando el ambiente alcanzó una intensidad cinematográfica: las pantallas, los destellos dorados, las voces en coro... todo parecía suspendido en un momento donde la música dejaba de ser sonido y se volvía experiencia.

Ya hacia el final, el set avanzó sin pausas y desató una euforia instintiva, de esas que no se piensan, solo se sienten. El estadio entero vibraba como un solo organismo: saltos, luces y voces al unísono, como si cada canción se hubiese convertido en un pulso colectivo.
En Radioactive, los golpes de batería retumbaron con una fuerza casi física, recordando por qué se convirtió en un himno generacional: una mezcla de rabia contenida y deseo de renacer. Demons bajó el tempo sin perder intensidad; Dan, sentado frente a un piano de cola, se transformó en un confesor frente a miles de almas que cantaban sus propias heridas.
Luego Natural reavivó la llama con su energía desafiante, haciendo que el público explotara una vez más, cantando con una convicción que sonaba a liberación. Era como si todo lo acumulado durante la noche —la emoción, el cansancio, la empatía— encontrara su escape en esas tres canciones, una tras otra, sin tiempo para respirar.


Walking the Wire equilibró nostalgia y esperanza, con esa mezcla de fuerza y vulnerabilidad que define a la banda. Fue uno de esos momentos donde el estadio parecía flotar en calma: miles de personas cantando casi en voz baja, como si no quisieran romper el hechizo. Dan se movía con serenidad, dejando que la melodía dijera lo que las palabras ya no podían.

Y entonces llegó una de las postales más genuinas de la noche: Sharks. Sin discursos ni ensayos, Reynolds saludó a un grupo de fans disfrazados de tiburones y los señaló entre risas. El gesto nuevamente rompió la distancia entre artista y público. No fue planeado, fue real. Y en esa naturalidad se resumió el espíritu del show: cercanía sin artificios, conexión sin pretensiones.
A veces lo más poderoso en un concierto no son las visuales, sino esos segundos de complicidad compartida donde la emoción basta por sí sola.

El cierre llegó con Enemy, explosiva y precisa, encendiendo una última descarga de energía colectiva. Luego Eyes Closed y Birds bajaron la intensidad con un brillo suave, como si la banda quisiera que el final se sintiera íntimo, no grandilocuente.
Y cuando todo parecía dicho, los primeros golpes de Believer estremecieron el estadio. Fue el punto más alto de la noche: un himno coreado sin reservas, un exorcismo sonoro que unió a todos bajo una sola voz. No hubo artificios ni excesos, solo una comunión pura entre banda y público.
Los fuegos artificiales sellaron el cierre con una mezcla de euforia y nostalgia. Y después, el silencio: ese instante suspendido en que la música ya no suena, pero todavía vibra en el pecho, dejando una sensación de agotamiento y gratitud compartida.

En su regreso a Chile, Imagine Dragons no vino a repetir fórmulas ni a demostrar poder escénico. Vino a recordarnos que todavía se puede sentir sin miedo. Que la vulnerabilidad no nos debilita, sino que nos une. Y que el fuego, cuando nace del alma, no destruye: ilumina.


Setlist:

  1. Fire in These Hills

  2. Thunder

  3. Bones

  4. Take Me to the Beach

  5. Shots

  6. Whatever It Takes

  7. It’s Time

  8. I Bet My Life

  9. Bad Liar

  10. On Top of the World

  11. Wake Up

  12. Radioactive

  13. Demons

  14. Natural

  15. Walking the Wire

  16. Sharks

  17. Enemy

  18. Eyes Closed

  19. Birds

  20. Believer

Escrito por: Vicente Stuardo
Fotos por: Mario Miranda


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